Todos recordamos con nostalgia alguna de esas vacaciones de nuestra infancia, cuando vivíamos esos días de verano como una aventura, como algo mágico. En realidad convertíamos esos momentos, sin saberlo, en algunos de los mejores recuerdos de nuestras vidas. Mi historia, seguro, no será distinta de las vuestras, pero eso sí, es única.
Se acababa el cole, llegaba el buen tiempo, el olor a verano inundaba la habitación al abrir las ventanas por la mañana.
Todo empezaba con la visita a alguna gran superficie, para hacer acopio de chanclas, bañadores, gorras, vestidos y camisetas, algún juego de playa, incluso, en alguna ocasión, una barca hinchable.
Una mañana cualquiera, llenábamos el coche hasta arriba de bolsas de viaje, tienda de campaña, sacos de dormir, neveras portátiles, juegos, mesas y sillas de camping… nos íbamos al que era, y en cierta manera puede que siga siendo, nuestro rincón favorito del mundo.
El viaje empezaba con ilusión, con canciones infantiles que servían para canalizar los nervios, e iba transformándose en un bucle de “¿cuánto queda?” y peleas por el espacio en el asiento de atrás de un Opel Kadett sin aire acondicionado, ocupado por dos niñas y un montón de bultos que no cabían en el maletero.
Sólo las cigüeñas que veíamos en el camino nos distraían de ese calor castellano al que no estábamos acostumbrados y que intentábamos apaciguar con las ventanillas bajadas y con menos ropa encima de la que llevábamos al montarnos en el coche.
Unas horas después, llegábamos a nuestro destino. Ya estábamos en nuestro lago. Y mientras papá y mamá montaban la tienda y ponían nuestro hogar portátil a punto, nosotras recorríamos el camping, para comprobar, digo yo, que todo estaba en su sitio. Que nada había cambiado.
Y allí se me grabó a fuego el sabor del cola-cao con leche hervida en camping-gas, la sensación de aventurera por bañarme en un lago y en un río llenos de peces, la imagen de las noches más estrelladas que he visto en mi vida, mirando al infinito tumbados en la roca gigante, sin tiempo a pedir un deseo cuando pasaba una estrella fugaz. La impresión de visitar un castillo e imaginarme quién, cómo y cuándo paseaba por ese mismo lugar en otro momento del tiempo. La libertad de volver del parque a la hora que quisiéramos, como si fuéramos mayores. Las llamadas a los abuelos desde una cabina de teléfono después de la ducha y la cena, día sí día no. Las averías del Kadett.
Y todo acababa. Unos días después, volvíamos a meter todos los bultos en el coche y empezábamos el camino de vuelta a casa. Contentos, pero tristes. Sabíamos que el lago siempre estaría ahí. Siempre volveríamos.
Pero las vacaciones de la infancia terminan en algún momento, que llega sin avisar. Ese momento en el que, sin saber por qué, dejamos de volver.
1 comentario. Dejar nuevo
Me encanta cómo lo cuentas. Así era.